de Emmanuel Carrère
[Algunos subrayados que he ido haciendo durante la lectura]
Da un paso decisivo en este sentido el día en que se pelea con un chico de su clase, un siberiano gordo que se llama Yura. De hecho, no se pelea con Yura, sino que es Yura el que le zurra la badana. Le llevan a casa aturdido y cubierto de equimosis. Fiel a sus principios de estoicismo castrense, su madre no se apiada, no le consuela, da la razón a Yura y menos mal que lo hace, piensa él, porque desde aquel día su vida cambia. Comprende una cosa esencial, y es que hay dos clases de personas: a las que puedes pegar y a las que no puedes, y que éstas no son las más fuertes o las mejor entrenadas, sino las que están dispuestas a matar. Éste es el único secreto, y el amable y pequeño Eduard decide pasarse al segundo bando: él será un hombre al que nadie pega porque se sabe que puede matar.
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Zapói es un asunto serio, no
una curda de una noche que se paga, como en mi país, con una resaca al día
siguiente. Zapói es pasar varios días
borracho, vagar de un lugar a otro, subir en trenes sin saber adónde van,
confiar los secretos más íntimos a desconocidos casuales, olvidar todo lo que
has dicho y hecho: una especie de viaje.Siempre que un maleante sea honesto, es decir, que observe las leyes
de su clan, siempre que sepa matar y morir, Gorkun sólo ve lustre y distinción
moral en que se juegue a las cartas la vida de un compañero de barracón y,
terminada la partida, le sangre como a un lechón, o arrastre a otro a una
tentativa de evasión con el propósito de comérselo cuando los víveres escaseen
en medio de la taiga. Eduard escucha devotamente a Gorkun, admira sus tatuajes,
le pide que le inicie en sus arcanos. Porque entre los maleantes rusos, y en
especial siberianos, uno no se tatúa cualquier cosa ni en cualquier sitio ni de
cualquier manera. Las figuras y su ubicación indican con precisión el rango en
la jerarquía criminal, a medida que se escalan los peldaños se conquista el derecho
de recubrir gradualmente el cuerpo, y ay del farsante que usurpe este derecho:
a ése lo desuellan, se hacen unos guantes con su piel.
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A
los treinta años, Mótrich no ha publicado ni publicará nunca nada, pero la
ventaja de la censura es que puedes ser un autor que no publica nada sin que
sospechen que careces de talento; al contrario.No así Eduard, que no es
perezoso ni fácil de satisfacer, y que ha descubierto que trabajando un poco más
cada día, pero todos los días, se avanza seguro, una disciplina a la que se
mantendrá fiel durante toda su vida. Ha descubierto también que en un poema no
vale la pena hablar del «cielo azul» porque todo el mundo sabe que es azul,
pero que los hallazgos del estilo «azul como una naranja» son casi peores, debido
a que han circulado por todas partes. Para asombrar, que es su objetivo,
apuesta más por el prosaísmo que por el preciosismo: nada de palabras raras ni
de metáforas, sino llamar gato a un gato, y si hablas de personas que conoces
mencionar su nombre y su dirección. Así se forja un estilo que no le convierte,
a su juicio, en un gran poeta, pero sí al menos en un poeta identificable.
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En
todo caso, el padre, poeta entonces de gran reputación y ex amante de Marina
Tsvietáieva, desagrada a Eduard nada más verle: no porque tenga aspecto de
astroso, al contrario, sino porque el único papel posible con respecto a él es
a todas luces el de discípulo devoto, y eso a Eduard, por joven que sea, no le
va.La atmósfera en el Russkoe Dielo
es tibia, polvorienta, muy rusa. Café por la mañana, té con mucho azúcar a
todas horas y, casi un día sí y otro no, un cumpleaños que justifica que se
saquen los pepinillos encurtidos, el vodka y el coñac Napoleón para los
linotipistas, que es su gran esnobismo. Se llaman «querido» y «Eduard Veniamínovich»,
tan largo como un brazo. En suma, es un lugar cálido, relajante para alguien
que acaba de desembarcar y no habla inglés, pero es también un hospicio donde
se han frustrado las esperanzas de quienes han tenido que llegar a América
creyendo que les aguardaba una vida nueva y se han empantanado en esta tibieza
muelle, estas querellas nimias, estas nostalgias y vagas esperanzas de retorno.A
Eduard, por odio de clase y desprecio de la literatura para literatos, le
disgusta Nabokov más que a ellos, pero no quisiera por nada del mundo
detestarle por las mismas razones que ellos, ni demorarse entre estas paredes
que huelen a tumba y a pis de gato.El Hotel Winslow es un refugio para los
rusos, la mayoría judíos, que como él forman parte de la «tercera emigración»,
la de los años setenta, y a los que es capaz de reconocer en la calle, incluso
de espaldas, por el aura que emanan de lasitud y desventura. En ellos pensaba
cuando escribió el artículo que le costó el trabajo. En Moscú y en Leningrado
eran poetas, pintores, músicos, under
vigorosos que se guarecían del frío en sus cocinas, y ahora, en Nueva York, son
lavaplatos, pintores de brocha gorda, mozos de mudanza, y por mucho que se
esfuercen en seguir creyendo lo que al principio creían, que es una etapa
provisional, que algún día reconocerán su verdadero talento, saben bien que no
es cierto. Por tanto, siempre entre ellos, siempre en ruso, se emborrachan, se
lamentan, hablan de la patria, sueñan con que les dejen volver, pero no les
dejarán: morirán atrapados y engañados.
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Dos
años antes mi madre se había hecho famosa. Universitaria hasta entonces
apreciada por sus pares, a instancia de un editor inteligente había sintetizado
las investigaciones que llevaba a cabo desde el comienzo de su carrera en un
libro que fue un gran éxito de ventas. La tesis de El fin del imperio soviético era en aquel tiempo nueva y audaz. Es
un error, decía mi madre, identificar la URSS con Rusia. Es un mosaico de
pueblos que se mantienen unidos a trancas y barrancas, y donde las minorías étnicas,
lingüísticas, religiosas y principalmente musulmanas son tan numerosas, tan
dispuestas a reproducirse y tan descontentas de su suerte que al final
forzosamente acabarán volviéndose mayoritarias y amenazando la hegemonía rusa.
De ahí la conclusión de la tesis: era asimismo un craso error creer, como en
1978 creía casi todo el mundo, que el imperio soviético duraría aún varias
generaciones. Es frágil y sus nacionalidades lo gangrenan como si fueran
termitas, y muy bien podría suceder que acabara derrumbándose.
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Cuando
llegó El pañuelo azul, una canción
que nadie, ni hombre ni mujer, nacido en la Unión Soviética después de la
guerra puede oír sin llorar, fue algo tan intenso, tan perturbador que los tres
oyentes ya no se atrevían a mirarse. En el momento de marcharse, Siniavski, al
abrazar a Eduard resoplando, con los ojos todavía enrojecidos por las lágrimas,
le dijo a media voz: «¡Qué mujer tiene, Eduard Veniamínovich! ¡Qué mujer! ¡Qué
orgulloso debe de estar!»Ella lloraba, él la consolaba, la estrechaba en sus
brazos, la acunaba repitiendo que se apoyara en él, que siempre estaría a su
lado, que la salvaría. Luego volvía a ocurrir lo mismo, ella se defendía de su
protección del mismo modo que quien se ahoga golpea a su salvador y quiere
arrastrarle al fondo. Se separaron varias veces, varias veces volvieron a vivir
juntos, ilustrando el esquema clásico: ni contigo ni sin ti.Él tenía la ambición
de saltar del rango de escritor poco conocido al de escritor realmente famoso,
y sabía que para ello hacía falta disciplina. Rara vez se acostaba después de
medianoche, se levantaba al amanecer y, tras una sesión de flexiones y de
pesas, se sentaba a la mesa para sus cinco horas de trabajo cotidiano. A
continuación se sentía libre para callejear, con una preferencia por los
barrios elegantes, Saint-Germain-des-Prés o el Faubourg Saint-Honoré, contra
los cuales se jactaba de haber conservado intacto su odio: mientras seas malo
no te has convertido en un animal doméstico. Con este ritmo, escribió y publicó
un libro al año durante diez años.El paralelismo entre Hitler y Stalin se
convirtió en un lugar común. En un debate tenías la certeza de cosechar un éxito
mencionando la teoría del 5 % formulada por el Padrecito de los Pueblos (en
sustancia: si en la masa de personas detenidas hay un 5 % de culpables, ya es
suficiente), o citando la frase de su comisario de justicia, Krylienko: «No sólo
hay que ejecutar a los culpables; impresiona más la ejecución de inocentes.» El
mismo Alexandr Yákovlev, el consejero principal de Gorbachov, recordó en un
discurso que Lenin había sido el primer político en emplear las palabras campo de concentración. Aquel discurso
fue pronunciado muy oficialmente por el bicentenario de la Revolución Francesa,
es decir, menos de dos años después de que Gorbachov diera la señal de partida
de la glásnost, lo que da idea del
camino recorrido y de la rapidez con que se recorrió. El propio Yákovlev, el
mismo año, explicó en la televisión que el decreto que rehabilitaba a todos los
que habían sido perseguidos desde 1917 no era en absoluto, como decían los
miembros del partido, una medida de mansedumbre, sino de arrepentimiento: «No
les perdonamos, les pedimos perdón. La finalidad de este decreto es
rehabilitarnos a nosotros, que al guardar silencio y mirar a otra parte hemos
sido cómplices de estos crímenes.» Caras de seres pálidos o carmesí,
barrigones, ajados. Ya no son under,
no, afloran ahora que todo está permitido, y lo terrible es que su nulidad,
misericordiosamente velada en su juventud por la censura y la clandestinidad,
se ve a la luz del día. Y como en cuestiones políticas soy fácilmente de la
opinión del último que ha habladoEduard Limónov, escritor, interesado por los
puntos calientes del planeta.Y en el curso de un banquete organizado por el
general Projánov, redactor jefe de Dien,
conoce a Alexandr Duguineste regreso grandioso sólo suscita en Moscú
indiferencia o ironía: la ironía eterna, inevitable, de los mediocres ante el
genio, pero también la de los tiempos nuevos ante el anacronismo en que se ha
convertido SolzhenitsynPues bien, al cabo de cinco breves años de experiencia
democrática, todos los sondeos coinciden y hay que rendirse a esta perturbadora
evidencia: la gente está tan harta de la democracia, del mercado y de la
injusticia consiguiente que se dispone a votar en masa al partido comunistaFinancian
grandes películas novelescas sobre las purgas, como Quemado por el sol, de Nikita Mijalkov. Personalmente me gusta
mucho este film, pero me imagino la furia de Limónov si lo ha visto. Algunos le
dicen: «Tú eres escritor, deberías escribir mi historia.» Entonces, sin hacerse
de rogar, la escribe, y esta actividad genera decenas de micronovelas. «Yo soy
su hermano, un pequeño muzhik como ellos, sacudido por el viento malo de las cárceles.
Me lo habéis pedido, escribo para vosotros, los muchachos, los huéspedes de las
mazmorras. Yo no os juzgo. Soy uno de los vuestros.»
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Puede
parecer dificilísimo cuando nunca se ha intentado, pero es extremadamente fácil
y puede enseñarse en cinco minutos. Uno se sienta en el suelo, con las piernas
encogidas y las rodillas separadas, se mantiene lo más recto posible, estira la
columna vertebral desde el coxis hasta el occipucio, cierra los ojos y se
concentra en la respiración. Inspiración, expiración. Eso es todo. La
dificultad reside precisamente en que eso es todo. La dificultad consiste en
limitarse a eso. Cuando uno empieza, exagera, trata de ahuyentar los
pensamientos. Enseguida adviertes que no se ahuyentan así como así, sino que
miras cómo gira su noria y poco a poco te arrastra menos su giro. El aliento
disminuye poco a poco. La idea es observarlo sin modificarlo y esto también es
sumamente difícil, casi imposible, pero practicando se progresa un poco, y un poco
es ya algo enorme. Entrevés una zona de calma. Si, por una razón u otra, no estás
sosegado, si estás agitado, no es grave: observas tu agitación o tu fastidio, o
tus ganas de moverte, y al observarlos tomas distancia, eres un poco menos
prisionero de ellos. Por mi parte, practico este ejercicio desde hace años.
Procuro no hablar de ello porque no me siento a gusto con el lado new age, «sea zen», todo ese rollo, pero
es tan eficaz, tan beneficioso, que me cuesta comprender que no lo haga todo el
mundo. Un amigo bromeaba hace poco en mi presencia a propósito de David Lynch,
el cineasta, diciendo que se había vuelto completamente majara porque ya sólo
hablaba de la meditación y quería convencer a los gobiernos de que la pusieran
en el programa de estudios desde la escuela primaria. No dije nada, pero me
parecía evidente que allí el majara era mi amigo y que Lynch tenía toda la razón.
En todo caso, desde el día en que el bueno y sabio bandido Pasha Rybkin le ha
explicado el truco, Eduard, con su pragmatismo habitual, ha captado su utilidad
e incorpora pausas de meditación a su riguroso empleo del tiempo.La noche del
23 de octubre de 2002, sus compañeros de celda ven en la televisión una de esas
películas de policías que les encantan, a pesar de los intentos de Eduard para
que tomen conciencia de que son insultantes para ellos: muestran a los polis
como héroes, a los delincuentes como monstruos, saben muy bien que no es
cierto, pero da igual, no se cansan de verlas
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Ella lo mira, candorosa,
asombrada. Nadie lo ha mirado nunca así. Nadie lo ha amado nunca así.
–Te
esperaré siempre.
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Este
celo no es sólo externo. En su fuero interno tampoco holgazanea. Las
ocupaciones fastidiosas y repetitivas favorecen el ensueño, y San Pasha Rybkin,
el yogui de Sarátov, le puso en guardia: el ensueño es exactamente lo contrario
de la meditación. Un ruidito de fondo mental del que la mayoría de la gente no
es siquiera consciente, pero que es la peor de las pérdidas de tiempo y energía.
Para eludirlas, o bien cuenta sus respiraciones, las alarga, se concentra sobre
el trayecto del aire, de la nariz al bajo vientre y regreso, o bien se recita,
prestando atención a cada verso, poemas que se sabe de memoria, o bien, la
mayoría de las veces, escribe. Mentalmente, por supuesto, como hacía
Solzhenitsyn cincuenta años antes que él: compone frase a frase, párrafo a párrafo,
capítulo a capítulo, memorizándolos a medida que los crea, y de este modo
mejora cada día las prestaciones de un disco duro que ya es impresionante.
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Me
gustaría ser más extenso, más detallado, más convincente sobre este punto, pero
veo que sólo puedo escribir un oxímoron tras otro. Oscura claridad, plenitud
del vacío, vibración inmóvil, podría continuar así un largo rato sin que el
lector ni yo hayamos avanzado. Sólo puedo decir simplemente, aproximando sus
experiencias y sus palabras, que Eduard y Hervé saben con absoluta certeza que,
uno en un piso parisino, hace treinta años, el otro limpiando un acuario en el
despacho de un oficial de la colonia penitenciaria número 13 de Engels,
accedieron a lo que los budistas denominan el nirvana. La realidad pura, sin filtro. Ahora bien, desde fuera,
siempre se puede objetar: sí, pero ¿qué te demuestra que no fue una alucinación?
¿Una ilusión? ¿Una falsificación? Nada, aparte de lo esencial, y es que cuando
lo has vivido sabes que es auténtico, que esta extinción y esta luz no se
imitan.
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Dicen otra cosa: que cuando te aferra te
arrastra, te eleva, sientes, en la medida en que existe alguien para sentirlo,
algo cuya naturaleza es de un inmenso alivio. Han desaparecido el deseo y la
angustia que constituyen el fondo de la vida humana. Volverán, por supuesto,
porque a menos que seas uno de esos iluminados de los que los hindúes afirman
que existe uno por siglo, no es posible permanecer en ese estado. Pero han
probado lo que es la vida sin ellos, saben de primera mano lo que es salir bien parado.
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A continuación desciendes. Has vivido en un relámpago
toda la duración del mundo y su abolición, y recaes en el tiempo. Recuperas la
antigua yunta: el deseo, la angustia. Te preguntas: «¿Qué hago yo aquí?»
Entonces puedes pasarte, como Hervé, los treinta años siguientes digiriendo,
pensativo, esta experiencia incomparable. O puedes, como Eduard, volver a tu
barraca, tumbarte en la litera y escribir esto en su cuaderno: «Esperaba esto
de mí. Ningún castigo puede alcanzarme, sabré transformarlo en felicidad. Una
persona como yo puede extraer gozo incluso de la muerte. No volveré a tener las
emociones del hombre corriente.»
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ya
pueden las fuerzas especiales rusas gasear a ciento cincuenta rehenes en el
Teatro Dubrovka y masacrar a trescientos cincuenta niños en la escuela de Beslán:
Vladímir Vladímirovich comunica al pueblo noticias de su perra, que ha tenido
cachorros. La camada está bien, se alimenta bien: hay que ver el lado bueno de
las cosas.«No tenemos derecho a decir a ciento cincuenta millones de personas
que setenta años de su vida, de la vida de sus padres y de sus abuelos, que
aquello en lo que creyeron, por lo que se sacrificaron, el aire mismo que
respiraban, que todo eso era una mierda. El comunismo ha hecho cosas horribles,
de acuerdo, pero no era lo mismo que el nazismo. Esta equivalencia que los
intelectuales occidentales exponen hoy como obvia es una ignominia. El
comunismo era algo grande, heroico, hermoso, algo que confiaba en el hombre y
que daba confianza en él. Había inocencia en aquella fe, y en el mundo
despiadado que vino después cada cual la asocia confusamente con su infancia y
con las cosas que te hacen llorar cuando respiras bocanadas de la infancia.»
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